jueves, 21 de abril de 2011

A QUIENES NI VIVEN NI DEJAN VIVIR

Permitidme un desahogo, porque si hay algo que no me gusta son los juicios sumarísimos e inquisitoriales a personas de a pie, a aquellos con los que nos encontramos un día sí y otro también en la calle o en el Súper, aquellos con los que trabajamos y a los que llamamos, o nos llaman, “amigos”.
El único juicio a priori que he hecho en mi vida ha sido siguiendo esta máxima: todo el mundo es bueno hasta que demuestra lo contrario… y así seguiré pensando a pesar de todos los varapalos que quieran darme.

Como mejor aprendemos es de nuestros propios errores, sin embargo esto no puedo aplicarlo a las personas que van pasando por mi vida y para ello existe un argumento muy razonable: cada uno somos un mundo inexplorado a descubrir y generalizar sería incurrir en un grave e injusto error.
Por eso ¡cuántas decepciones y heridas de zarpazos rastreros, de esos lobos con piel de cordero, esos modositos y modositas con voz melosa y gutural que se creen con el derecho de juzgarme al primer vistazo!!

Megalómanos y mentirosos compulsivos que arrasan con todo lo que no sea ellos mismos y sus circunstancias, acabando con amistades y amargando vidas.
Se han acostumbrado a rodearse de personas débiles a las que dicen querer y a las que solo utilizan para sus oscuros fines, pero cuando alguien en su entorno no se doblega a sus absurdos caprichos, lo alejan de sí y de todos cuantos dominan, estigmatizándolo para siempre.
No aceptan que se les ignore y siguen tras uno como ese tufo insoportable a leche agria que no se despega de la ropa. Pican y pican como un tábano buscando, quizá, transformarnos en alguien tan rastrero como ellos mismos.
No ven, o no quieren ver que, despacio pero sin pausa, la soledad los va rodeando y el amor –ese péndulo caprichoso que va y viene- se transforma en odio o indiferencia.
Carecen de amigos y compañeros porque no saben serlo y sólo tienen peones con ojos vendados a los que roban su dignidad y que se dejan mover hasta que la venda cae al suelo y se alejan lo más rápido posible del dominador.

Tiene que ser agotador mantener esta vida continuamente: confabulando, convenciendo, intentando subir pasando por encima de aquellos que les dan su confianza, manteniendo el estatus de víctima incomprendida y chantajeando emocionalmente a cuantos les rodean. Pero creo que lo que más les fastidia es el saber que aquellos a los que no pueden manejar somos felices, y eso a pesar de todas sus zancadillas y de las que nos ha ido poniendo la vida. Les enerva ver como nos levantamos sonriendo, superando nuestras frustraciones sin descargarlas en los hombros de los más débiles. Y les reconcome porque, a pesar de tenerlo casi todo, no saber ser felices: siempre preocupados por descubrir la paja en el ojo ajeno se olvidan de sacar la viga del propio.

Ellos, que se creían poseedores de la verdad absoluta, se van dando cuenta de que tal cosa no existe, que las verdades –en plural- son muy subjetivas y hay que tratarlas con un mínimo de respeto a todas.
Son tan orgullosos que no se dignan reconocer que son humanos y, como tales, tarde o temprano necesitarán ayuda.

“Mala gente que camina y va apestando la tierra” dijo el maestro Machado y aunque les pese son dignos de lástima. Dan pena porque nunca sabrán que es tener un amigo, porque nunca estarán seguros de cuando alguien los quiere sin condición y porque cuando tengan un hijo y lo eduquen en sus valores egoístas de utilismo, acabarán siendo apartados por esa misma razón: no servirán para nada porque en la vida siempre otros hicieron todo por ellos.
Me dan pena y me siento agradecida. Les doy las gracias por haberme hecho más fuerte y más sabia, porque sé que no los necesito, porque en el fondo nos envidian y porque me han hecho valorar mucho más todo lo que tengo, todos mis privilegios: esos amigos de verdad que siempre están ahí y que acuden, como la sangre, a taponar heridas, todo el amor que me rodea y la seguridad en mí misma de la que ellos carecen.

Nos alejan de su lado porque saben que nunca estarán a nuestra altura, ya que el peso de sus conciencias no les permite llevar la cabeza alta por mucho que estiren el cuello… y es que hay que mirar de frente, no por encima del hombro.

Los he tenido a mi lado y he aprendido a desembarazarme de ellos con una sacudida, como hacen los perros con las pulgas y, aunque será inevitable que os metáis en mi camino, sabré apartaros con indiferencia.