El niño se sentó en el bordillo de la acera. No le interesaban esos juegos a los que jugaban los demás. Él creía que era mucho más interesante pensar, soñar. Pero las circustancias, la mayoría de las veces, le obligaban a jugar con los otros chicos: a vaqueros, a policías, a muñecas..., juegos que pretendían ser el fiel reflejo de la vida ya establecida y vivida por los mayores. Pero él no quería ser mayor, le encantaba ser un niño y quería aprovechar su estado pues sabía, sin ninguna sombra de duda, que duraría muy poco tiempo.
Una hormiga subía ahora por su pierna. Las cosquillas eran irresistibles, pero la dejó vagar hasta su rodilla. La observó pasivamente.
- "Qué pequeña es -se dijo-. Es fea, diminuta, insignificante. Pasa toda su vida trabajando, llevando, llevando de acá para allá comida, miniaturas de comida, y luego muere. Y llega otra hormiga exactamente igual a ella y la sustituye, desapareciendo para siempre su recuerdo: como si no hubiera existido jamás. Es el reino de la mediocridad."
Se daba cuenta perfectamente de que los juegos de niños eran el preludio de una vida de hormiga. Más adelante debería, sin remedio, seguir jugando al juego establecido de antemano, como el animalillo que ahora trepaba por su muslo: nacer, trabajar y morir. Su recuerdo iría a parar a la nada. Todo seguiría igual cuando él muriera: todo seguiría mal.
Los niños pasaban corriendo, los mayores pasaban despacio, paseando su insensatez en esas horas libres. Los niños tenían prisa: prisa por ser mayores. Los mayores tenían miedo: sabían, en lo más profundo de sus mentes, lo que el niño ya había comprendido, y no querían morir. Sólo entendían eso, lo demás no importaba nada: la rutina no suele importar mucho. Caminaban con infinita calma por el parque, charlando con los demás o, sentados en un banco, dormitando su cansancio ancestral, observando con indiferencia lo que les rodeaba, todas las maravillas que les acompañaban en el mundo. Habían olvidado que un árbol es mucho más que el proyecto de una mesa y que las flores no son sólo el complemento de la decoración de sus casas. Miraban un pájaro y deseaban tenerlo en una jaula.
El niño sentía pena por todos aquellos que ahora paseaban y que, más tarde, volverían a sentarse en sus oficinas, en las salas de espera, en los autobuses, como todos los días del año, dándose cuenta de que algo en sus vidas, en su mundo, andaba mal. Intentaban ignorar lo que sus ojos veían hasta que llegaba ese momento en que no veían ni oían ni sentían nada.
"Así morirán uno tras otro, sin dejar aquí más que un cúmulo de pobreza y el vago recuerdo de su nombre."
El niño se negaba en redondo a ser un proyecto de autómata y sufría ante la bifurcación de su camino: o seguir por la senda pisoteada o explorar aquella otra que se abría ante él, desconocida y peligrosa.
Sentía miedo porque intuía que fallaría en su intento de cambiar las cosas.
Se estaba haciendo tarde. Oscurecía ya y el regreso a casa era inevitable. Allí volvería a ser "el niño" para dejar de ser persona. Allí volvería a fingir, a hacer ver lo frágil y diminuto que era.
Su madre abrió la puerta. La besó y su beso quedó flotando en el aire intangible de su cansancio. Rápidamente, después de cenar frente al televisor, mudos, ausentes, se encerró en su cuarto.
Le gustaba leer. Todas aquellas personas habían escrito para él. Todos aquellos libros le decían lo que era el mundo, lo que tenía que ser cambiado y lo poco que estaba bien. Veía en ellos queno estaba solo, que otros también se habían dado cuenta de la destrucción paulatina de lo hermoso.
Pasó, casi sin darse cuenta, de imitar a Superman a querer al Principito.
Su padre estaba preocupado. Decía que era un poco raro ese hijo que se comportaba como un extraño ser, que despreciaba todo lo que intentaba inculcarle. Le hablaba de su continua lucha por llegar cada vez más arriba y el niño le miraba con los ojos vacíos, burlones, como adivinando cuantas vidas había pisado para subir. Sufría porque todos los sueños que había inventado y planeado para él se diluían en la desilusión.
El niño tenía que ir al colegio, era inevitable: ser el mejor, el primero. Aprender cosas inútiles, las vidas de tantos hombres ilustres y famosos por sus guerras, por sus inventos destructores. Vagaba indiferente entre la geografía cambiante y dependiente de los caprichos de algún mandatario, y el valor de Pi. Si lo tenía que aprender lo haría, lo archibaría en su cerebro, en el lado de las cosas inútiles. Al otro lado estaban el amor, el valor de una sonrísa y el poder de una caricia.
El niño no entendía nada y crecía sin darse cuenta. Crecía y temía que cuando llegará a su estado adulto se olvidaría del niño.